La primera vez que pillaron a Pablo fue por casualidad. Era la época del Pico y Placa por horas y Ana María se encontró en el banco con su suegro a quien rara vez veía.“Ese hijo si está bien despistado. Hoy por la mañana, que no le tocaba, también pasó por la casa para cambiar de carro”. Con la pulga en la oreja, a los pocos días, ella se decidió a averiguar el por qué del cambiazo cotidiano de vehículos. Siguió a Pablo hasta la casa de los suegros, esperó que saliera el volkswagen y pudo constatar que la ruta no terminaba en el parqueadero del consultorio sino en un misterioso edificio en Cedritos.
Una o dossemanas más tarde, ante un retraso injustificado de Pablo, que no contestaba ni teléfono ni celular, por fin se armó de valor y se fue a buscarlo a Cedritos. Cuando el portero del edificio que casi no encuentra, sin quitar la tranca de madera dela puerta de vidrio –ese peculiar aporte colombiano a la seguridad domiciliaria- le preguntó que a la orden, ella sacó de la cartera una foto de Pablo y, furiosa, le dio una instrucción terminante: “dígale a este señor que salga inmediatamente, que la esposa está aquí abajo”. El portero no tuvo ánimo para el ritual de quien lo busca y por favor me recuerda el número del apartamento y se fue raudo al citófono. Como a lo squince minutos, todavía frente a la puerta peatonal, Ana María alcanzó a oir el inconfundible ruido de un volkswagen saliendo por el garaje. No tuvo ánimo de volver a la casa ni de rumiar la piedra donde alguna amiga. Se tomó un café y cuando volvió encontró a Pablo fresco, echado frente al televisor. Como si nada, él se atrevió a preguntarle ¿y tú dónde andabas?
Ana María no salía de su asombro, que duró muchos días. Pablo, primero, simplemente negó los cargos para después pasar a la ofensiva. Empezó a charlar con los hijos -una universitaria y dos acabando bachillerato- la familia y los amigos sobre el extrañísimo comportamiento de Ana María. “Está paranoica. No se por qué se le metió en la cabeza que tengo otra vieja y ya no se qué hacer”. La labor fue tan eficaz que ni siquiera se alcanzaron a definir nítidamente los dos equipos que tradicionalmente se arman en estos casos, el no-se-deje y el ay-no-es-grave. Nadie se atrevía a opinar. Para los hijos la situación fue bien difícil, realmente no sabían a quien creerle. A las tres semanas, Ana María no aguantó. Se alquiló un pequeño estudio y se fue. La parte más aburrida del paseo era seguir viendo a Pablo todos los días, en el consultorio de endodoncia que comparten casi desde que se casaron.
Salvo una extraña sensación de vivir como en Marte, es poco lo que recuerda de esos cuatro meses en el exilio. La parte más dificil fueron los hijos, que se alcanzaron a dividir. El menor estaba furioso con ella por haberse ido. Nunca fue a visitarla. A los tres meses de separación, cual Morillo, Pablo empezó la reconquista. Sólo en privado, y sólo para que ella volviera, le admitió que era cierto lo del affaire. Se trataba de una paciente y el apartamento lo había alquilado con otro colega y se lo turnaban. Una garçonière de tiempo compartido.
No del todo convencida y, como decían las tías, “haciendo de tripas corazón”, Ana María volvió a su casa para tratar de echarle tierra al asunto y seguir adelante. Dicha nunca hubo otra vez. Lo, digamos, soportable duró un par de años. Unas nuevas señales de alarma las prendió el hijo menor, precisamente el que no había aceptado la salida de casa de su mamá. “Mi papá hace muchas llamadas por celular, y en sitios raros, como en el baño”. El desespero volvió a cundir en Ana María, y el seguimiento cortico no dejó dudas. El teclado del Blackberry de Pablo funcionaba a tope. Obviamente, él volvió a negar cualquier desliz. Se limitó a decirle, displicente, “por favor, no empieces de nuevo con tus cuentos raros”.
No por casualidad, a raiz de su anterior y corta separación, Ana María había guardado un valioso teléfono. La recomendación de una detective “especialista en pruebas de adulterio” vino de una amiga. No dudó en llamarla. Le cobró tres millones de pesos, la mitad por adelantado y el saldo a la entrega de la prueba reina. A la semana y media la eficaz sabueso apareció. “Le tengo unas fotos nítidas, pero sólo de unos besos en el carro. ¿Le basta con eso, o quiere que siga?”. Siga, le respondió acertadamente Ana María. Con ese débil acervo probatorio, Pablo le hubiera dado tres vueltas. Pocos días después, otra llamada, esta vez urgente. “No alcancé a tomar la foto, pero acaban de entrar a un motel. ¿Por qué no viene? Yo la espero”. A pesar del tráfico, el desplazamiento duró menos que la sobrecama del polvo a escondidas de Pablo. Ana María pudo localizar el carro de él en el parqueadero aledaño. Recostada en la puerta izquierda le marcó al celular. “¿Dónde andas? … Yo estoy cerca del consultorio. ¿Por qué no almorzamos? … Bueno, te espero allá, reserva tú la mesa … Sí, en media hora está bien”.
Teniendo que recorrer un buen trecho en carro, Pablo no tardó en salir. Su cancha y cinismo fueron insuficientes para no palidecer al ver a Ana María escoltada por un extraño personaje armado con una cámara en ese lugar vecino al motel y tan alejado del sitio donde le habían puesto cita de almuerzo. Pablo nunca supo que la foto entrando a su romántica reincidencia con esa mujer “con el pelo largo, casi hasta la cintura, igualito al de la anterior” nunca fue tomada. Esta vez no quiso dar una lucha que tenía perdida y fue él quien tuvo que empacar e irse de la casa.