Publicado en La Silla Vacía, Marzo 6 de 2012
En los años sesenta Prosenjit Poddar, estudiante hindú de Berkeley, conoció en unas clases de baile a Tatiana Tarasoff. Salieron varias veces y en Año Nuevo se dieron un beso que él interpretó como el reconocimiento de una relación amorosa seria. Tatiana tenía otros planes. Prosenjit quedó resentido, comenzó a acosarla y a buscar venganza por el desaire. Solicitó ayuda a un psicólogo a quien confesó que quería matarla. Por petición del profesional, Prosenjit fue detenido pero luego puesto en libertad. La familia de Tatiana no supo de las amenazas y Poddar terminó cumpliéndolas: la mató a puñaladas para luego entregarse. Los Tarasoff demandaron a la Universidad por negligencia y el caso definió la jurisprudencia norteamericana sobre las obligaciones de los profesionales de la salud ante el riesgo de violencia de pareja. En Colombia aún no hay total claridad al respecto.
Con leves variantes, el caso parece universal. Cindy Meléndez sabía que su relación con Maclaus sería tormentosa. Sin hacerle caso a su madre se fue a vivir con él. No soportó las trompadas de “quien la violentaba cegado por los celos”. Antes de abandonarlo él sentenció: “si no eres mía, no serás de nadie”. Luisa, brasileña de 37 años, era prostituta en España. Así conoció a Benjamín, 13 años mayor que ella. Se ennoviaron, se instalaron juntos pero Luisa se aburrió y volvió al oficio. Con frecuencia él la amenazaba. Llegó al bar esgrimiendo una pistola y le gritó: “Si no eres mía, no serás para nadie”. El suceso no es nuevo. Fray Agustín Dávila, cronista de México en el siglo XVI, relata cómo una mujer española "celebrada por su hermosura" fue muerta a puñaladas por el marido que "vivía muriendo de celos". En todas las sociedades para las que se dispone de información sobre homicidios de pareja se repite la historia del ataque por un hombre celoso ante la infidelidad, real o imaginada, o el intento de abandono de la mujer. No todos los feminicidas deben usar la manida frase "ni mía ni de nadie" que además, no siempre es letal. También está detrás de la horrible modalidad del ácido en la cara de jóvenes que quieren cortar con agresores que “asesinan la belleza, la víctima jamás olvida al victimario”.
La explicación feminista tanto para el “asesinato misógino de mujeres”, como para el continuum de violencias contra ellas es que son “el producto de un sistema estructural de opresión … muestran una manifestación extrema de dominio, terror, vulnerabilidad social, de exterminio y hasta de impunidad … resultan de las relaciones estructurales de poder, dominación y privilegio”. El misógino difícilmente aplica para hombres enamorados de sus víctimas. Lo de impune resulta impreciso con atacantes que se rinden a las autoridades o se suicidan. La dominación y el privilegio suenan insólitos en cabeza de desesperados incapaces de someter a la persona sin quien, literalmente, no pueden vivir. Agrupar las agresiones contra la mujer contribuyó a visibilizarlas y a sacarlas de la esfera privada, pero convendría superar esa etapa. Seguir mezclando ataques tan distintos -violaciones, acoso, violencia de pareja, explotación sexual, ablaciones, desfiguración- bajo el rótulo de violencia machista, y atribuirles como causa común la misoginia y la opresión es un obstáculo para el diagnóstico adecuado de cada variante.
El feminismo acierta al señalar que la violencia de pareja surge de "un sentido de posesión sobre las mujeres”. Pero esa pretensión de propiedad es singular. El error ha sido ignorar la paradoja fundamental: los hombres no buscan controlar a cualquier mujer sino únicamente a la que aman. La lamentable declaración de posesión no es un manifiesto político, es la expresión extrema de una emoción que todos hemos sentido, los celos. La doctrina ha sido tan terca que erradicó de los estudios de violencia de género todo lo relacionado con esa pasión y preocupación milenaria. Para comprenderla ha sido desafortunado sacarla de su contexto -las relaciones amorosas y el sexo- para cubrirla con una faceta política que poco aporta al diagnóstico y aún menos a la prevención.
La mencionada teoría no sirve, y la razón es simple: no discrimina a los agresores. Los victimarios potenciales no somos todos los hombres educados bajo el patriarcado sino una fracción de individuos muy peculiares. Si de dominarlas se tratara, la violencia contra ellas se iniciaría mucho antes, desde kinder, y no se limitaría a las mujeres de quienes los agresores se enamoran. Si fuera asunto de poder las víctimas serían no sólo más tempranas sino variadas: hermanas, compañeras de clase, vecinas, colegas o transeúntes en la calle.
La violencia física de pareja se focaliza en las mujeres con las que se ha tenido algún tipo de encuentro sexual. A Prosenjit le bastó con un beso. Una encuesta realizada entre adolescentes centroamericanos es ilustrativa: sólo el 2% de las jóvenes vírgenes reportan haber sido golpeadas por sus novios. Para las sexualmente activas la proporción sube al 16% y entre quienes tuvieron sexo antes de los 13 años se llega al 33%. Otra encuesta a universitarios bogotanos arroja resultados similares.
El afán de exclusividad depende más del sexo que de la política. La noción de crimen pasional contribuyó a la impunidad de los incidentes por mucho tiempo y el “porque te quiero te aporrio” es un disparate para definir derechos en la pareja. Pero habrá que retomar lo poco que se sabía sobre celos masculinos para entender a los agresores, detectarlos oportunamente y prevenir sus ataques. Sin que por eso deba dejar de caerles todo el peso de la ley.