jueves, 31 de marzo de 2011

Al oído de Juliana

Por Mauricio Rubio

“Todas las semanas durante dos años, de lunes a viernes, yo recibía mi llamada durante la hora de almuerzo. Me encantaba, me sentía super bien. Me creó una cantidad de ilusiones y sueños que, yo sabía, no iban a ninguna parte”. Así resume Juliana el paciente flirteo con el que Ricardo, un ex novio casado, la sedujo. Su matrimonio con Fernando, dos décadas atrás, había sido justo después de que el primero la dejara por irse con una hippie que sí se lo dió.
Juliana tiene una profunda teoría para explicar su debilidad por la buena carreta. “Es como una casa vieja de dos pisos: lo que se hace en el de arriba se siente en el de abajo, con un efecto profundo. Todos los estímulos van directo al cerebro. Si los hombres supieran el poder que tienen las palabras, les darían más importancia”. Ella lo llama el botón de encendido automático. Aunque “los besitos ahí sean deliciosos”, el mágico botón no queda en la parte externa. Es más adentro, aclara, en el oído interno.

Ricardo supo llegar al auris interna, o laberinto, desde el primer telefonazo. “Después de todo lo que había pasado con él, era evidente que nunca volvería a haber nada. Una simple llamada, todo normal, generalidades, comparación de vidas, comentarios genéricos. Pero en el momento en que dijo “fui un estúpido, nunca debí hacer lo que hice y he debido quedarme contigo”, logró borrar lo que 20 años de rabia y malos recuerdos  habían dejado, tocó el botón de encendido automático y simplemente me derretí”. Tras cinco mil llamadas de calentamiento acumulado, el primer encuentro en el aeropuerto de Houston no podía ser sino un Chernobil. “Con  ilusión de quinceañera, me arreglo como para la primera cita con el hombre de mis sueños; me temblaban las piernas y todo lo que pueda temblar a sus alrededores. Me encuentro con él. Nos sentamos en un bar y no se qué pasó, renació todo, en fin, qué enredo. Esta vieja que se las da de fuerte y segura de si misma se volvió un ocho”.
Un encuentro con otro ex novio confirma la localización del encendido automático de Juliana. “Salimos a almorzar. Lo mismo, generalidades, recuerdos, etc. En algún momento de la conversación llegó el mesero, un gay coqueto y preguntó: "what do you want?" y él, que estaba sentado al otro lado de la mesa me cogió las manos y le dijo "I want her". El mesero gay movió la cabeza. "Oh, my God, this is so romantic". En fracción de segundos el mensaje llegó al oido interno, y yo me derretí. Si en ese momento me lo hubiera pedido, se lo habría dado sin dudarlo. Más tarde, cuando lo pidió con acciones y no con palabras dulces, pues ya no”. La clave parece simple: carretica, roces suaves, nada raro, cogida de manos, acariciada de pelo. “Nunca directo al grano porque ese sí es el botón de congelación”.

Es probable que Juliana no tenga buen olfato. Por esa vía hay caminos aún más primitivos para la seducción. Un pequeño nervio vecino al del olfato también ofrece vínculos privilegiados con las zonas del cerebro ligadas a las emociones. Por ese canal, recientemente descubierto, sin Pico y Placa, circulan las feromonas. Se trata de unas gruesas moléculas que llevan información sobre la situación ante los demás y, en particular, sobre la disponibilidad sexual. Si las hormonas ayudan a coordinar los órganos del cuerpo, las feronomas actuan sobre la interacción entre personas. Son como la cancillería, la división de asuntos exteriores de las emociones. En los animales se sabe que las feromonas son un verdadero Kaiser y controlan las relaciones hasta el más mínimo detalle. Definen rango social, territorio y estado civil. Manipulándolas se puede castrar químicamente a un hamster o hacer que un pez eyacule.

En los seres humanos, hasta ahora se empieza a entender cómo y dónde es que se entrometen. Fueron descubiertas por una psicóloga que investigaba la coordinación del ciclo menstrual entre mujeres que viven juntas. El androstenol, un componente químico del sudor masculino parece estimular el deseo en las mujeres. Las copulinas, unas hormonas vaginales, aumentan la concentración de testosterona y se sabe que durante el período de máxima fecundidad es mayor su secreción. Eso ayudaría a explicar un misterio del mundo nocturno: las mujeres que hacen strip-tease reciben más propinas cuando están ovulando que durante los otros días.
La bióloga Winifred Cutler le está sacando provecho a su esceptisismo con el cuento de que no se nace mujer. Fabrica dos perfumes con feromonas, Athen 10:13 para ellas y 10X para ellos, con aroma de sudor. Ella pregona que aumentan el éxito sexual.  Se piensa que una de las secuelas indirectas de la vinculación de las mujeres al mercado laboral, la pubertad más temprana de las jóvenes, se podría explicar por un ambiente hogareño con mayor proporción de feromonas masculinas.

A diferencia de las moléculas odorantes, pequeñas y volátiles, la transmisión de las feromonas, más pesadas, no se hace tanto por el olfato. Se sospecha que un eficaz mecanismo transmisor es el beso con labios, lengua y narices involucrados. Para el romance, las feronomas jugarían el papel del burócrata que expide pasaportes. Serían como el responsable de la prueba de admisión, un examen de química inapelable -se pasa o no se pasa- cuyo escenario privilegiado, mas no exclusivo, parece ser el beso. Las experiencias de Juliana con su par de ex novios sugieren que ese valioso documento feronómico no caduca. Queda claro también que el botón de encendido automático del deseo femenino no está situado en la frontera del exclusivo territorio al que acceden quienes ya tienen su pasaporte. Ahí simplemente empieza la jornada.
 A partir del puesto de aduana, para la que puede ser una larga travesía, es el verbo el que toma las riendas. Echarse un carretazo para pedirlo exitosamente es algo más sofisticado que un vulgar piropo. Las intuiciones iniciales de lo que se está aprendiendo sobre el papel esencial del lenguaje y sobre cómo desplazó a las feromonas en el flirteo, las tuvo el viejito Charles Darwin, injusta y torpemente marginado. La vida no es sólo trabajar y huir de los enemigos para sobrevivir. También es vital echarse unos polvitos y dejar descendencia. Para eso -nada que hacer sentenció don Charles- hay un forcejeo. Ellos tienden a pedirlo siempre, a cualquiera y a la carrera. Ellas que como así, que usted quien es, que donde vive, que qué hace, que muestre el pasaporte, que deme una garantía. Incluso con todo el papeleo en regla, que no sea tan apurado, que mejor hoy no, que tenga paciencia, que no empiece tocando duro, que mejor charladito. Como Juliana, feliz con su arrocito en bajo por teléfono por más de veinte lunas llenas.

De los evolucionistas, uno de los que ha ido más lejos para rescatar la idea de la selección sexual de Darwin es Geoffrey Miller. Ha llegado a sugerir que el tamaño del cerebro, el gran goloso de energía, es redundante para la casi totalidad de tareas humanas. Si se tratara simplemente de sobrevivir, un cerebro de primate bastaría. En la selva, la oficina,  el carro, Transmilenio o la fábrica. Las feromonas estarían a cargo de la división del romance. Las mujeres harían pública su disponibilidad, vendrían sin mucho trámite unos polvitos instintivamente programados, y a comer bananos. La complejidad cerebral humana, dice Miller, sólo puede explicarse si se acepta que su principal papel es mediar en ese forcejeo que antecede al polvo. Para comunicarse con los del grupo e ir de cacería o defenderse de los enemigos, bastan un par de vocablos, como se puede constatar en cualquier escena de guerra. El lenguaje sofisticado se requiere es para seducir. Es un requisito del flirteo en el homo sapiens. Ellas para escoger bien a quien se lo dan. Ellos para convencerlas, endulzándoles el oído, de que “soy el hombre de tu vida”. Tan monumentales desafíos, como le consta a cualquier adolescente, no se logran con tres monosílabos. Como Ricardo, “necesitamos nuestro mejor lenguaje para ganarnos una amante”.

Así, entre flirteo y contrapunteo, dice Miller, fuimos evolucionando. Lo demás son arandelas. Para el que aprendió a echar un buen carretazo, y la que aprendió a no tragarlo entero, detalles como fabricar herramientas, inventar armas, construir catedrales o centrales nucleares que se derritan, son casi un bolero. El lenguaje es excesivo y demasiado barroco con relación a la simpleza de la comunicación que se requiere para cualquier oficio o actividad humana. La oratoria fue también la base de la política. No sorprende que a los que la han ejercido nunca les faltaron mujeres. El poder ¿para qué?

En el principio era el verbo. Esa máxima se aclara bastante con el rollo de Miller. Como el poder, la poesía ¿para qué? Se le puede creer a Fernando Vallejo cuando afirma que ese arte lo volvió redundante la escritura: era un simple truco para memorizar historias. Pero esa anotación evade la pregunta básica ¿para qué sirve? Miller lo tiene claro, la poesía sirve para seducir. El perfil que hace Andrés Hoyos del poeta chileno Gonzalo Rojas a raíz de su fallecimiento es contundente. "La vertiente más potente de su poesía la dedicó a las mujeres. Bajo de estatura, con gafas y calzonarias, nadie confundió nunca a Gonzalo con un hombre apuesto, lo que no obstó para que tuviera en la materia un éxito arrollador. Uno lo imagina, ya viudo, valiéndose de su bella voz de bajo-barítono para deslumbrarlas y llevarlas sonriendo al desnucadero de su cama china con espejos"

Un papel similar juegan los cuentos, el teatro, la ópera, las novelas, los conciertos, las coplas, las conferencias, los chistes, la retórica, los discursos, los consejos, los recuerdos, las clases magistrales y, como le consta a Juliana, las  charlas telefónicas infinitas. Para eso también sirven las artes visuales, pero el público es más reducido. A millones de adolescentes, con hormonas a tope, los verdaderos ídolos, y los cosquilleos previos, les entran es por el oído. María Alejandra, una adolescente amiga de mi esposa lo confirma: "si no es churro, pero tiene parla levanta sin problemas".

La verborrea seductora es condición necesaria, pero está lejos de ser suficiente para seducir. Hay que pasar previamente el examen de química. Si no, se corre el riesgo de quedarse en ligas menores. Así le ocurre a Felipe, un estudiante universitario bogotano de 22 años que no ha coronado, no porque no haya querido sino porque no ha podido. Las compañeras sólo lo ven como el amigo, a veces como el hermanito. No aparecen las feromonas que lo aprueben, y su timidez esconde las propias.

Una de las historias que mejor ilustra la primacía de las palabras para el romance es Cyranno de Bergerac, el noble soldado francés que, acomplejado por su enorme nariz, debió contentarse con ser el testaferro del Vizconde de Valbert para conquistar a punta de alejandrinos a la bella Roxana. Unos siglos antes, los caballeros jóvenes mostraban una paciencia platónica similar ante sus amadas, en una tradición promovida por Eleonor de Aquitania, el amour courtois.  El enamorado, devoto, fiel y al servicio de su dama, dependía por completo de ella, que podía fingir indiferencia ante las expresiones verbales de amor que se amplificaban y aumentaban el deseo varonil.
Por desgracia, el verbo es un recurso que se agota. Como lo comprobó Juliana muchos años antes con su esposo, la costosa y encantadora verborrea es algo que se ofrece con infinita generosidad sólo durante la seducción. Al darlo, con solo darlo, el oído interno, su cerebro aliado y el codiciado trofeo pierden el grueso de su poder de negociación. Los juristas lo tienen claro. Prometer para meter. Y una vez metido, el sofisticado poeta se devuelve varios eslabones en la cadena de la evolución. Se instala cómodamente en un mundo tacaño en frases dulces y rico en monosílabos y gruñidos. Como los astros del fútbol, o los primates. O se va con su música a otra parte. Juliana se resiste a creer que pudo ser eso lo que le pasó a Ricardo, que le cogió confiancita y se fue a rentabilizar con novedad sus  aptitudes verbales.

Un paréntesis final. Los dos años de llamadas, el enamoramiento de Roxana con las cartas de Cyrano, las historias de trobadores del amour courtois no aguantarían el cambio hombre por mujer para darles perspectiva de género. Sería difícil encontrar una mujer dispuesta a echarle carreta a un hombre pacientemente y por muchos meses, sólo para que ella se lo de. Sus herramientas  de seducción son otras, menos verbales y más visuales. Así lo sugieren la industria de los cosméticos y la pornografía, que de hecho es muda y para hombres. Para ellas, pedirlo directamente funciona. Juliana lo sabe. Tiene una lista de eventuales tinieblos vistos, pero no le da la gana. Ella quiere es que le lleguen a su laberinto. Para un hombre, un extenso tratado de una mujer demostrándole por qué deben tirar es el ejercicio redundante por antonomasia. Es raro el cuento de un hombre que exija largos trámites previos. Como historias políticamente balanceadas Ricarda seduciendo a Juliano, o Cyrana mandándole cartas a Roxano, todo para lograr un polvo, son aún más inverosímiles que Rosario Tijeras, la mujer sicaria.

Referencias