domingo, 20 de marzo de 2011

Hacerlo con desconocidos


Entre las amigas de mi generación no encontré ninguna. De ahí para abajo, no hubo suficiente confianza para hablar del tema. El hecho lamentable es que no conozco una mujer real que haya tirado con desconocidos y me hable de su experiencia. Algunas casi se ofendieron con la pregunta.

Las mujeres de mi agenda son levemente más mojigatas que las colombianas, un 9% de las cuales reportan haber hecho el amor con alguien que acaban de conocer. Para los hombres, la cifra es del 32%. De ese porcentaje no se sabe cuanto corresponde a prepagos, masajistas y similares, o a encuentros homosexuales. Pero no hay duda que los varones se muestran más inclinados por tales aventuras. El desbalance en los porcentajes sugiere que las que lo hacen con extraños reinciden más que ellos.

La encuesta de donde salen estas cifras no da pistas sobre el perfil de esas mujeres. En las biografías de mafiosos, es común la referencia a las jóvenes que se les ofrecían, dizque impulsadas por “mamás rebacanas”. En la Catedral de Escobar las visitas conyugales fueron cosa cotidiana y siempre renovada. Se habla que “varias presentadoras y actrices llegaron a complacer a Rasguño y sus amigos”. Aún para la mitad de la mitad nadie se come el cuento que ahí no había plata de por medio. Entre las Muñecas del Cartel el polvo más expedito, de Rasguño, fue una cita a ciegas concertada en un minuto. “A los pocos días el romance se consumó”. Don Hernando tuvo tiempo para un corto flirteo.

Tirar con extraños es una de esas conductas que, en casi todos los lugares y en casi todas las épocas, muestran un terco patrón: ellos lo hacen más que ellas. La preponderancia masculina es tal que el sexo anónimo o cottaging de los ingleses -en alusión a los baños públicos en donde ocurre con más frecuencia- es parte de la jerga gay.

Esa parece ser la norma, sobre la cual algunos tienen su teoría. Antes de exponerla es útil detenerse en lo interesante, lo poco común, o sea las mujeres que han tirado con desconocidos. Hay que evitar la trampa de referirse a las que lo dan por negocio, o a las que fueron forzadas. Esos son capítulos aparte.


La pequeña Edith Piaf, que en sus orígenes miserables en las calles de París no calificó para prostituta, fue una agresiva, dominante y promiscua devoradora de hombres. “Soy fea, no soy Venus, tengo el busto caído y un deplorable derrière. Aún así, me puedo levantar hombres”. Desde los quince años tomó pleno control de su vida sexual. No era raro que tuviese tres amantes a la vez. Una vecina conocedora del mercado, por su oficio de madame, decía que cuando Edith le ponía el ojo a cualquier joven apuesto, no había escapatoria. La heterosexualidad de la Piaf ha sido puesto en duda. Es famosa una supuesta escena en la que Marlene Dietrich le murmura: “tu voz es el alma de París”.

George Sand, promiscua desde joven, entrada en años tuvo la audacia de afirmar que “las mujeres viejas somos más amadas que las jóvenes”. Sin ser bella, se sirvió de una mezcla de genialidad y “autoridad de odalisca”, para escoger caprichosamente y en cualquier lugar a sus amantes. Con frecuencia tuvo dos o más a la vez. Es ilustrativa una escena con Alfred de Musset, mujeriego empedernido y malcriado, a quien manejó a su antojo. En una ocasión lo invitó a su apartamento para recibirlo echada en cojines con un negligé turco, rodeada de admiradores y fumando pipa. Como si la escenografía no bastara, acariciando sus babouches le advirtió: “hoy no me hables de amor”. Cuando cortó con él, Musset quedó tan aporreado que le mandó decir que la amaba con todo su corazón, que era la mujer más mujer que había conocido. Para la Sand, uno de sus amores más intensos y desesperados no fue con este poeta, ni con Chopin, sino con Marie Dorval, una actriz parisina diez años mayor.

Mae West, otra fémina con gran apetito sexual, se paseaba por las noches lascivamente disfrazada.  Seducía jóvenes a punta de algunos trucos, y puro carisma. Pocos resistían su tórrida sexualidad. Caían rendidos ante sus piropos. Oye, nene, “lo que tienes en el bolsillo ¿es un revólver, o simplemente estás contento de verme?”. Su consigna era, “búscalos, engáñalos, déjalos”. A los veinte ya había establecido la rutina que mantendría toda la vida: múltiples parejas con uno o dos mancitos en stand by permanente. Las orientaciones básicas las había recibido de su madre, una modelo bávara de corsetería llegada a Brooklyn a principios del siglo. Le enseñó a flirtear sin comprometerse, a evitar el matrimonio y a jamás soltar sus propias riendas. 

J.C. Davies era analista de Goldman Sachs y a raiz de la crisis financiera se recicló como catadora de hombres, de distintas razas y culturas. Ha probado latinos, WASPs, afrodescendientes, europeos, asiáticos, árabes e hindúes. Mantiene un blog que es una caliente invitación al mestizaje. Y acaba de publicar un libro, Me dio fiebre, del cual vale la pena retener una de sus conclusiones de veterana: “pese a todas las diferencias, hay algo en común en todos ellos: la obsesión por copular".

Lo más parecido a una devoradora de hombres criolla -amaba el nombre, odiaba el apellido- no fue proclive a precipitarse en los brazos de cualquiera sin recomendación ni peritaje financiero previos.

En la era de la contracepción generalizada, con avances importantes en la posibilidad de interrumpir desde el día después un embarazo, con el bombardeo permanente de erotismo en la publicidad, en el cine, en la TV y en la red, con el dogma repetido hasta la saciedad -hasta con pegajoso ritmo de salsa- de que “somos iguales, toditos somos iguales”, con el prestigio de los obispos en el nivel más bajo en décadas, con clases de condones casi desde primaria, la pregunta del millón es simple: ¿por qué siguen siendo tan escasas, menos de una en diez, las mujeres que salen decididas a buscar sexo por ahí, cuando es tan fácil y gratificante tenerlo, como sugieren las historias de estas devoradoras de hombres?

El cuento que la educación represiva es lo que determina que ellos sí y ellas no, está mandado a recoger. Nadie se cree la historia que a los hombres nos enseñaron a tirar por ahí con cualquiera. Lo que muchos sufrimos de jóvenes fue una versión del “aplazar el gustico”. Era obvio el mayor énfasis sobre ellas pues, como dicen hace rato los biólogos, y nos lo recuerda el debate sobre la legalización del aborto, los costos del embarazo en últimas recaen ahí. De todas maneras, estamos viendo cómo volaron en pedazos esos sermones. En Colombia, ya hasta las revistas de mujeres y periodistas desnudas derrotan en los tribunales a los inquisidores.