Según la encuesta de sexualidad del 2008, un impresionante 36% de las colombianas de cincuenta y cinco años o más admiten ser frígidas. Aunque entre las más jóvenes la cifra es menor, para todas las edades la proporción es alta, una de cada cinco. Así, en uno de los países más felices del mundo, tres millones de mujeres reportan déficit de orgasmos.
A pesar de lo monumental de esta cifra, y recurriendo a una queja cliché, en Colombia de eso no se habla. En el archivo de El Tiempo, desde 1990, aparecen más de 5.000 menciones del aborto, contra 66 de la frigidez o 38 de la anorgasmia. Como titula uno de los escasos artículos, se trata de “un mal que se sufre en silencio”. Los catálogos de las bibliotecas capitalinas tampoco reflejan mayor interés por las dificultades del goce femenino, sin el cual la liberación sexual no pasa de ser un mal chiste. Además, preocupa que la magnitud sea de epidemia.
Se dice que Marilyn Monroe, con tres maridos, varios famosos amantes y todo el mundo soñando con ella, rara vez pudo ver estrellas. No basta ser sexy para llegar. En su época, una de cada tres gringas era frígida pero, a diferencia de Colombia, entre las mayores la proporción era más baja. O sea que allá, antes de la liberación femenina, algunas mujeres aprendían a superar esa dolencia dentro del matrimonio.
Simone de Beauvoir señala como principal causa de la frigidez la nefasta noche de bodas. Pero deja sin respuesta la cuestión de por qué, y cómo, la mayoría de las mujeres casadas lograron liberarse de ese yugo. A ella no le ayudó mucho evitar la luna de miel en su relación con JP Sartre. Su primer orgasmo con un hombre lo tuvo ya madura, justo antes de publicar el Segundo Sexo, a punto de casarse y tener hijos con Nelson Algren. O sea cuando su vida afectiva estuvo más cerca del patrón cultural que criticó duramente después de esa experiencia.
Por los años ochenta, Helí Alzate, un sexólogo caldense tan reconocido internacionalmente como ignorado en el país, realizó un interesante experimento que desafía la teoría del patriarcado como principal causante de esta dolencia sexual femenina. Entre dos grupos de mujeres radicalmente opuestas en cuanto al sometimiento a la cultura machista, las más oprimidas golearon en orgasmos a las supuestamente más emancipadas.
Es una lástima que la Beauvoir no hubiera alcanzado a leer los trabajos de este ilustre compatriota, figura importante de la sexología experimental. Esta disciplina está desafiando varios de los prejuicios más persistentes sobre la vida intima de las mujeres. En particular, la noción de que la sexualidad femenina es igual a la masculina, pero más reprimida, muestra grietas por varios lados.
Con la llegada del Viagra no sólo se revolucionó el tratamiento de la impotencia masculina. De rebote, al buscar infructuosamente una solución farmacéutica para la frigidez, volvió a quedar sobre el tapete el misterio que había atormentado a Freud: ¿qué es lo que quieren las mujeres? Se ha hecho evidente la gran ignorancia que existe sobre los determinantes del deseo femenino.
Hasta la fecha, los intentos por encontrar el Viagra para ellas han fallado. Este fracaso prueba que sexualmente las mujeres son distintas de los hombres y que esa diferencia, nada que hacer, no es sólo cultural. El fármaco varonil sirve en todos los lugares, a lo largo y ancho del planeta. Con el burdo artificio quedó claro lo pasmosamente sencilla y primitiva que es la sexualidad masculina, siempre con superávit de ganas. Cuando falla, se arregla con un simple artificio mecánico, como quien infla una llanta. A la vez, se ha hecho evidente que la sexualidad femenina es mucho más compleja, variada y sofisticada. Y que reside sobre todo en la mente, no tanto en el cuerpo ni en los genitales. Es tal vez por eso que ha sido tan manipulada culturalmente, como señaló la Beauvoir. En últimas, un computador es más maleable que un ábaco.
En lo que hay consenso es que la sexualidad de las mujeres es un campo no sólo misterioso sino poco y mal estudiado. La ignorancia no sorprende. No era mucho lo que se podía esperar de quienes hicieron votos de castidad o de filósofos y médicos que, incapaces de empatías íntimas, pensaron que se trataba de una tubería tan simple y burda como la de ellos.
En Colombia, no es fácil identificar de quien depende y cómo ha evolucionado la agenda –si es que existe- para aliviar las dificultades del orgasmo femenino. Ha sido costoso haberle endosado todos los complejos menesteres sexuales al sector salud. De haber hecho eso con el rubro de la alimentación, la gastronomía en la actualidad se limitaría a señalar qué es veneno o qué produce gastroenteritis. Yo me atrevería a sugerir, de acuerdo con los resultados del experimento de nuestro más ilustre sexólogo, que algunas colombianas marginadas e ignoradas podrían hacer mayores aportes en materia de erotismo y orgasmos que de tráfico y mafias.
Para un diagnóstico completo y sensible de las dificultades femeninas con el climax, y los eventuales remedios, sería útil hacer algunos esfuerzos. Por ejemplo, refinar la lista de los estragos causados por el machismo. Si se postula que la mujer frígida no nace sino que se hace, habría que precisar cómo y dónde es que eso ocurre, y cómo se puede prevenir. Y preguntarse si a punta de confrontaciones a veces gratuitas con el género masculino no se está inculcando demasiada desconfianza, tal vez paranoia, que contribuye a la epidemia. En todo caso, habrá que tener mucha paciencia. Bastante más de la poca que ha habido con algunas de ellas para que por fin lleguen.