jueves, 17 de marzo de 2011

A veces, y para algunas, es difícil llegar

Por Mauricio Rubio

“A mí en realidad el sexo me interesa muy poco”. Con esa frase lapidaria soltada donde la terapista que, con Camilo, visitaba por quinta vez para tratar de salvar su matrimonio, Catalina cerraba un ciclo iniciado tres años antes. Se habían conocido en una oficina de abogados. Ella acababa de superar una aventura breve e intensa con un compañero de universidad, quien a los pocos meses moriría en un accidente. Antes, había tenido un noviazgo formal con un paisa trabajador y algo desabrido. Todo el mundo daba por descontado que se casarían, pero Catalina quiso conocer más mundo antes de embarcarse en lo definitivo. Así que cortó, probó varias cositas, rumbeó como loca, pero conservó su virginidad. Camilo, con unos años más, había tenido varias novias, ninguna de ellas virgen. Se había iniciado con una mujer separada y haciendo su maestría en el exterior había convivido con otra, también mayor que él. Tal vez por eso, a diferencia de algunos amigos, nunca le atrajo el reto de seducir primíparas. Las prefería, si no necesariamente maduras, por lo menos experimentadas. Torpe en el arte de insistir y confiado en que la luna de miel era un ritual suficientemente añejo y puesto a prueba, se dejó convencer por esa novia casta, que ya era atípica para la época.

Así, se casaron sin haber tirado antes. Los argumentos de ella fueron simples. “Lo del condón me parece un camello y no me interesa aprender”. Camilo tampoco pudo aportar tal know-how. Siempre habían hecho la tarea por él, con pepas, Ts, o diafragmas. Esa parafernalia contraceptiva, según ella, era mejor asumirla por vías institucionales. Opinaba además que las casas de amigos, los moteles, los potreros, los parqueaderos o los polvos de sofá eran un bajonazo.

La tan esperada noche de bodas, como había predicho la Beauvoir, fue un desastre. El idílico paraje en nada contribuyó a que fluyera el romance. Ella lo frenó en seco en los preámbulos y él, que sentía haber aguantado demasiado, no tuvo suficiente paciencia ni destreza. Insólitamente terminaron hablando de la niñez y de la suegra. Sólo al cuarto día el matrimonio pudo consumarse. Nada digno de celebrar.


Camilo recuerda que el primer orgasmo de Catalina, como al décimo encuentro, fue espectacular. “Gritó como un Tarzán castrati”. Luego, incluso durante el resto de luna de miel, no hubo muchas réplicas, y ninguna fue tan intensa. Al instalarse en Bogotá, ambos dejaron el bufete para continuar su respectiva carrera. En la cama, con pequeños ajustes, disculpas, llamadas, memoriales por revisar, cansancios y jaquecas, ella logró imponer su rutina. El polvo semanal era los sábados, a media mañana, justo después del baño y ya reposado el desayuno. Ni siquiera tan magra frecuencia y tan elaborado ritual garantizaban que ella siempre llegara. Camilo insiste en que él se esmeraba. Es más, precisa, “era la primera vez que tenía conciencia que había que esmerarse de tal manera”.

En las charlas con la terapista volvieron a salir a flote los recuerdos de infancia y la mamá de Catalina. Las escenas eran como de Buñuel. La señora que a medianoche, en bata y con rulos, entraba a la habitación de las hijas a despertarlas “porque su papá no ha vuelto ni me ha llamado”. El discurso que seguía, entre amargado y resignado, acompañado con leche y galletas, era siempre una variante sobre lo insensibles y sirvengüenzas que pueden llegar a ser los hombres. Más o menos una variante del que  aún persiste.

Es fácil pensar que la aversión de Catalina hacia el sexo la compartió con su hermana y compañera de habitación. Pues no. Sobre Patricia, las secuelas de la cátedra nocturna contra el género masculino fueron precisamente las opuestas. “Desde la universidad, ella se los comía a todos” afirma Camilo sin titubeos. Para él, conocer a esas dos hermanas tan similares en muchos aspectos, mismos colegios, misma familia, y tan distintas en la cama fue suficiente para quedar totalmente desconcertado.

Catalina, cincuenta y tantos actualmente, pertenece a esa generación en la que más de una en tres de las mujeres resultaron inmunes a la liberación sexual. Ha sido difícil conseguir testimonios reales de mujeres frígidas. Fue arduo convencer a Camilo para que contara detalles de su experiencia. Me recomendó referirme a Fernanda del Carpio que, según él, encaja bien en el perfil. “La frecuencia deseada de esa cachaca en Macondo debió ser como la de Catalina. El camisón blanco hasta los tobillos, con mangas hasta los puños y la resignación al sacrificio de víctima expiatoria son una buena caricatura de lo que viví en la luna de miel” dijo en tono burlón  ojeando su edición subrayada del libro de Gabo.

Sobre el caso opuesto, el de Patricia, hay más literatura y testimonios. Para ir bien lejos, están los escritos cristianos sobre supuestas prostitutas -como la Magdalena, Pelagia, la sobrina de Abraham o María de Antioquia- que en realidad fueron mujeres muy promiscuas, que no cobraban y se lo disfrutaban. Tuvieron fama hace unos años las memorias de Valérie Tasso, una ejecutiva de medios francesa que, como Patricia, se los comía a todos. También hay disponibles varias autobiografías de escorts en países muy machistas inundadas de sesiones multi orgásmicas. Camilo cuenta que una de sus hermanas, graduada en colegio de monjas, tiene la teoría, que ilustra con varias de sus compañeras, que la ninfomanía es el resultado de un exceso de represión durante la adolescencia.

El equivalente del truco farmacológico que permitió aliviar la impotencia masculina, tan simple que equivale a un montallantas, ha mostrado ser inútil para las mujeres con déficit de deseo. Para ellas se deberá acudir a tecnologías mucho más sofisticadas, ya que las fallas pueden ser asunto del motor, del sistema eléctrico o incluso de la red vial.


Ha resultado engorroso descubrir cómo estimularlas, aunque las multinacionales farmacéuticas hayan puesto todo su empeño, como dice Camilo que hacía. El asunto, definitivamente, no se resolverá llamando a la droguería. Las píldoras rosadas que se han ensayado aumentan el flujo de sangre y la lubricación, pero logran poco en términos del deseo. Un clítoris no es un pene: no es automático ni tan mecánico. Es más sensible al estado de ánimo o al entorno, y siempre requiere un sofisticado pilotaje desde el cerebro. Para complicar aún más las cosas, a veces el cerebro ni siquiera se entera de lo que está ocurriendo allá abajo.

Camilo anota que Patricia era tan liberada y abierta que con ella alcanzó a discutir su lío con Catalina, y el misterio del fraternal contraste. Hoy conjetura que si a este par de hermanas les hicieran una de las encuestas que están de moda en sexología, una afirmaría que no tiene punto G, ni lo ha buscado, ni le interesa. La otra, por el contrario, diría que por supuesto cuenta con eso, que lo tiene bien localizado y que incluso puede dar instrucciones para que cualquier novato llegue hasta allá. Lo que más lo desconcierta es saber que ambas sufrieron la misma educación, que las hizo mujeres tan distintas.

Alrededor del punto G se dan acaloradas discusiones. Unos dicen que sí existe, otros que hasta no ver no creer, otros que se mueve, otros que se nace o no se nace con él, otros que es algo personal que toca descubrir y un largo etcétera. Hay acuerdo en que, si se localiza, es una especie de lámpara de Aladino, que se frota y cumple el mejor de todos los deseos. El rumor es que el orGasmo G no sólo es distinto sino más intenso que el orgasmo C, el del clítoris.  Un puntoGeólogo inglés afirma que entre las mujeres que dicen tenerlo es baja la incidencia de frigidez, pues experimentan mayor número de orgasmos con más facilidad. También argumenta que se debe descartar la idea, relativamente arraigada, de que se trata de un rasgo fisiológico o algo que podría ser hereditario. Su prueba de inexistencia, basada en una encuesta por correo, puso furiosos a los colegas del otro lado de la Mancha y del Atlántico. Un médico italiano, hijo de una feminista radical, afirma haber detectado con ecografías un área dentro de la vagina que es más gruesa, y rica en fibras, vasos sanguíneos, músculo y nervios. Le han revirado que podría tratarse de una extensión interna del clítoris.

Ante tanta incertidumbre, el día que alguna tutela llegue a la Corte Constitucional buscando la protección del derecho fundamental al orgasmo femenino, lo más recomendable para los magistrados será no escogerla para revisión. No les quedaría fácil tramitarla, a pesar de que la etapa de pruebas y testimonios sería apasionante, y muy taquillera. Con tantos sospechosos, se ve arduo encontrar a los verdaderos responsables de atentar contra ese derecho. ¿La madre rezandera y engañada? ¿La desconfianza inculcada contra los hombres? ¿El tío acosador? ¿El confesor?  ¿El profesor coqueto? ¿La hermana promiscua? ¿El primer novio impaciente? ¿La luna de miel? ¿El padre de los hijos? Los magistrados se meterían en un gran lío invocando el derecho a la igualdad en un terreno en donde, en forma vaga y a la ligera, se sigue insistiendo que todo depende del entorno machista, pero en donde el desconcierto es total.