Su matrimonio con Catalina ya andaba mal, según Camilo, cuando apareció Adriana. Era una abogada sin tesis, despampanante, que entró como asistente al despacho donde él trabajó un par de años. En ese lugar, todo atentaba contra el propósito de no meterse en enredos. El decano de los socios era un don Juan de talla nacional. Cual pandilleros con corbata, mucha reunión terminaba con sesión de chistes verdes y machistas, o con pseudo jurado de pasarela o, en un par de ocasiones, con recuento de hazañas extra conyugales.
Nelly, la secretaría de Camilo, la más organizada y expedita que ha tenido en su vida, era además incómodamente servicial. Con ese tono paisshita que lo ponía nervioso, alguna vez le alcanzó a susurrar. “Vea doctór, yo, aquí, eshtoy esh para atendérlo”. Por fortuna, ella mantenía activo un romance con el antiguo jefe. Así, los tintos sin azúcar pero con mucha dulzura no pasaron a mayores. Fuera de un mensajero compartido, en esa división trabajaban sólo mujeres, cinco en total. Encima de todo, una de ellas, Leonor, era tan poco agraciada, tan insoportable y tan agria que lograba cotidianamente resaltar la juventud, la frescura y la belleza de Adriana.
Por Nelly, Camilo se había enterado de que Adriana acababa de cortar con un novio de varios años. Aunque nada del otro mundo, si hubo, él lo concede, amagos de flirteo de lado y lado, con sendas herramientas. Adriana, emprendiendo “uy claro!, esto me fascina” todas las tareas, riéndose de cualquier apunte y haciendo evidentes las distancias tanto con Leonor como con Nelly. Él, evitándole trabajo aburrido, calibrando el sentido del humor para dirigir mejor sus chistes y haciéndose el despistado para dar juego.
Una tarde de lunes, Camilo estaba saliendo en su carro del parqueadero y Adriana estaba esperando taxi justo al frente. Él nunca supo si ese encuentro fue coincidencial o premeditado. Le pareció apenas lógico preguntarle si la acercaba. Ella sin dudarlo se subió al Mazda y no habló mucho en el camino. Antes de llegar a la casa le propuso que se tomaran un café. Camilo no le vio mayor inconveniente. Con el capuchino al frente, el coqueteo sí fue frontal. Piropo va y viene, roce de manos, carcajadas. A la salida, al subirse al carro, el gesto galante de abrir la puerta derecha dio pie para que, sin saber cómo, acabaran besándose.
Camilo recuerda que quedó totalmente fuera de base. No sabía si sentirse mal o agradecer ese ciclón de aire fresco. Llevó a Adriana a la casa y se fue para el apartamento. Catalina aún no había llegado, pero para él fue claro que, con el cosquilleo sin extinguirse, el incidente era inocultable. Cuando ella entró, ante el cotidiano “hooola!”, Camilo puso cara de acontecimiento. “Me acabo de besar con otra vieja, creo que tenemos que hablar”. Fue la primera vez que Catalina tomó en serio lo de la crisis en su matrimonio. Y fue en ese momento que empezaron las conversaciones que llevarían a la separación. El romance con Adriana fraguó en medio de papeleos, sociedades conyugales y terapista, pero no sobrevivió un corto intento de reconciliación con Catalina.
Joaquín fue uno de los jefes de Camilo en su paso por la burocracia estatal. “Era un horario de trabajo demencial. Se la pasaba todo el día en reuniones, comités, en el Congreso y en cosas protocolarias. El tipo llegaba a la oficina para empezar a trabajar a las seis de la tarde. La trasnochada era día de por medio”. En algunas oportunidades, cuando el documento “urgente para mañana a las nueve” era corto, al terminarlo Joaquín sacaba una botella de whisky y empezaban a jugar Scrabble o Diplomacy. Los contertulios eran siempre los mismos, cinco o seis hombres, todos casados, ninguna mujer. En las respectivas casas, Aracely la secretaria de Joaquín ya había avisado que el doctor llegaría tarde otra vez. Es probable que algunas de las esposas sospecharan que las demoras se debían a juegos más picantes, como mínimo un strip-poker. Camilo ríe al recordar que “nada más zanahorio que esas trasnochadas de Diplomacy en las que Joaquín casi siempre nos muendeaba”.
Fuera de esos simulacros pueriles de trastienda de casino, Camilo compartió casi dos años de almuerzos, reuniones, un par de viajes cortos y largas charlas sobre casi cualquier tema con Joaquín. Nunca, asegura, se sintió ante el típico macho que aprovecha su posición dominante para conquistar. Siendo además bien plantado, jamás se le oyó un chiste pesado o una mirada coqueta a ninguna de las muchas mujeres que trabajaban bajo su mando en esa dependencia gubernamental. A uno de sus amigos de juventud, colega en la política, con cuatro matrimonios, le tenía el apodo Zsa Zsa Gabor. Benavides, el chofer de Joaquín, no tenía registrada ni una sóla dirección sospechosa. Tal vez por eso Aracely, que supervisaba los recorridos de ese carro oficial tan desperdiciado para el flirteo, ponía su mano en el fuego por Joaquín, llamaba con toda confianza a la esposa varias veces al día y ponía cara de drama cuando se agitaba el sonajero ministerial. Absolutamente nada que ver con el ambiente del despacho en donde conoció a Adriana, asevera Camilo.
Muchos años más tarde, en el turno de Diplomacy más arriesgado de su vida, Joaquín le dejó un corto mensaje a su esposa de más de treinta años. “Sabes que siempre fui apostador. Este juego se acabó”. Y se fue con una joven costeña. La cuñada de Joaquín, que lo conoce desde los diez años, aún no sale de su estupor. Todavía no le cuadra el personaje con el novelón.