Por Mauricio Rubio
Arturo, cincuenta y tantos, ingeniero contratista y seductor canchero relata su aventura. “Lugar: Cartagena, restaurante turistico. Celebración de una licitación aprobada. No hay trago. La gente conversa. Me cae una vieja de unos 45 años. Yo rondaba los 40. Me acosa sutilmente. Yo no tengo mayores intenciones pues estoy cansado del trajín y además ella esta fuera del target que suelo atacar. Hay baile y luego la gente se va organizando. Las parejas se van perdiendo. En medio de la conversación no me doy cuenta de que me quedo solo con la vieja que resulta ser de la alta sociedad, profesional, y exitosa en los negocios. Me invita a un trago a su casa. Yo le digo que estoy mamado pero ella insiste con el anzuelo de que necesita discutir cómo es que se va a hacer la obra. Me lleva a su casa y me da buen licor mientras prepara unos pasabocas. Comienza luego una sesion de masajes para relajarme. Me despierto al otro día en la cama de ella, correteando para vestirme porque vienen los hijos y no pueden pillársela. Algo de dolor de cabeza, algo de hambre, algo de olor a sexo impregnado por todas partes y algo de sentimiento de culpabilidad por no haber ido detrás de la sardina que había trabajado durante la última semana”.
El mismo Arturo cuenta otra historia más fugaz. “Cruzada de miradas en medio de las estanterías de la libreria Nacional de Unicentro. Rondas calculadas a lo largo de minutos que pasan sin afán alguno. De pronto ella se acerca y pregunta por un libro. Yo la miro. Me he dado cuenta de que esta buscando llamar mi atención y conversar. Finalmente sonrío aceptando reconocer que ella busca hablarme. Se acerca y plantea una conversación que no tiene nada que ver con libros pero bien calculada para averiguar sobre mi vida, mujer, hijos etc. Yo voy respondiendo con monosílabos, complacido de sentir cómo avanza la cacería de esta mujer que ronda los 35 mientras yo voy por los 50. Me pregunto hasta dónde seré capaz de seguirle el juego. Salimos del lugar como si implícitamente hubiésemos acordado cita previa. Caminanos por los corredores, muy pegados pero sin abrazarnos. Eso si, sintiéndonos y aprovechando cualquier vitrina para detenernos y frotarnos. La situación me divierte y alcanzo a pensar en buscar un lugar para llevarla pero a la vez me parece un camello la hora para ir a motelear. Finalmente entramos a un almacén de ropa de mujer y ella comienza a probarse una que otra prenda. Todas las pruebas son bajo mi supervisión solicitada insistentemente por ella. Se mete a una cabina de ensayo y pide mi aprobación. Así varias prendas, hasta que finalmente me arrastra al interior y ahí, sin que yo proteste o quiera negarme, me regala una espectacular felación. Terminado este ajetreo, muy rápido, parece sentirse avergonzada. En medio de unas ridículas excusas, se despide con cierto grado de cariño que se siente forzado y se pierde por el parqueadero mientras yo busco dónde tomarme un café para esperar que se me pase un poco la vergüenza de sentirme atrapado por los ojos de todos los que estan ahí, como si hubiesen asistido en primera fila al mejor espectáculo del mundo”.
El mismo Arturo cuenta otra historia más fugaz. “Cruzada de miradas en medio de las estanterías de la libreria Nacional de Unicentro. Rondas calculadas a lo largo de minutos que pasan sin afán alguno. De pronto ella se acerca y pregunta por un libro. Yo la miro. Me he dado cuenta de que esta buscando llamar mi atención y conversar. Finalmente sonrío aceptando reconocer que ella busca hablarme. Se acerca y plantea una conversación que no tiene nada que ver con libros pero bien calculada para averiguar sobre mi vida, mujer, hijos etc. Yo voy respondiendo con monosílabos, complacido de sentir cómo avanza la cacería de esta mujer que ronda los 35 mientras yo voy por los 50. Me pregunto hasta dónde seré capaz de seguirle el juego. Salimos del lugar como si implícitamente hubiésemos acordado cita previa. Caminanos por los corredores, muy pegados pero sin abrazarnos. Eso si, sintiéndonos y aprovechando cualquier vitrina para detenernos y frotarnos. La situación me divierte y alcanzo a pensar en buscar un lugar para llevarla pero a la vez me parece un camello la hora para ir a motelear. Finalmente entramos a un almacén de ropa de mujer y ella comienza a probarse una que otra prenda. Todas las pruebas son bajo mi supervisión solicitada insistentemente por ella. Se mete a una cabina de ensayo y pide mi aprobación. Así varias prendas, hasta que finalmente me arrastra al interior y ahí, sin que yo proteste o quiera negarme, me regala una espectacular felación. Terminado este ajetreo, muy rápido, parece sentirse avergonzada. En medio de unas ridículas excusas, se despide con cierto grado de cariño que se siente forzado y se pierde por el parqueadero mientras yo busco dónde tomarme un café para esperar que se me pase un poco la vergüenza de sentirme atrapado por los ojos de todos los que estan ahí, como si hubiesen asistido en primera fila al mejor espectáculo del mundo”.
Para explicar el por qué de esos avances femeninos, Arturo no se complica. “La de Cartagena lo hizo porque, separada, sentía que se estaba quedando. Esa tarde había mujeres más jovenes y de cierta manera quería entrar a competir. Pero, sobre todo, estaba arrecha”. La otra, "yo creo que lo hizo de aventurera, retadora y arrecha. Inherente a su juventud, estaba llevando al plano real alguna fantasía”.
El affaire de la heroica tuvo réplicas. “Vino a Bogota y me buscó. Tiramos un par de veces más y como buena costeña se fue poniendo intensa. Mandona, regañona, posesiva. Casi no me la quito de encima. La terminé llamando Lucy-fer”. “La vieja de la libreria me la topé al cabo de varios años, bastante acabada y con una niña como de tres. Nos reconocimos en una rumba bohemia y apenas me identificó me rehuyó toda la noche. Parecía atemorizada de que le fuera a montar alguna perseguidora sexual e intuyó que por ahí en la misma rumba andaba la pareja".
El affaire de la heroica tuvo réplicas. “Vino a Bogota y me buscó. Tiramos un par de veces más y como buena costeña se fue poniendo intensa. Mandona, regañona, posesiva. Casi no me la quito de encima. La terminé llamando Lucy-fer”. “La vieja de la libreria me la topé al cabo de varios años, bastante acabada y con una niña como de tres. Nos reconocimos en una rumba bohemia y apenas me identificó me rehuyó toda la noche. Parecía atemorizada de que le fuera a montar alguna perseguidora sexual e intuyó que por ahí en la misma rumba andaba la pareja".
En retrospectiva, Arturo acepta que después de esos encuentros en que fue comido, hubo algo de arrepentimiento y preocupación por la parte sanitaria. “Me bañé tratando de quitarme cierto tufillo que me produjo el asunto. Hubo una especie de guayabo moral que duró un par de dias”.
Le pedí a Arturo que me contara una aventura con desconocida liderada por él. No quisiera, le dije, transmitir la impresión de que cuando las mujeres deciden dárselo a extraños, mantienen férreamente el control. Él tiende a estar de acuerdo con esa conjetura. “Las viejas son más determinadas cuando salen de cacería, porque es una decisión tomada. Y no dependen de que se les pare o no”. De todas maneras, si había un flirteo anónimo iniciado por él, por allá en los años ochenta.
“Vuelo comercial. En la silla de al lado una mujer como de 22 años. Se muestra algo inquieta y comienza a contarme que se encuentra con su novio en Los Angeles porque se van a casar. Entiendo que ella está insegura de dar ese paso y que de pronto tiene muchas cosas por vivir aún. Asi que decido lanzar el anzuelo. Con un excelente carretazo de corte motivacional de autosuperación, hace toda una homilía sobre aprovechar hasta el último momento de lo que le ofrece la vida. Ya para la maniobra de aterrizaje, la joven está convencida y emocionada de entregarle la virginidad a alguien distinto de su prometido, entre otras para equilibrar las cargas, por eso de la igualdad. No le cabe la menor duda de que su futuro es un experimentado amante. Asi, pasamos juntos la aduana y nos metimos en el primer motel al lado del aeropuerto. Siempre recordaré la dificultad de manejar aquel cuerpo en llamas. El ardor que la consumia no permitia un buen desempeño en aras de lograr una delicada y memorable desflorada. Pero lo que más gozo recordando es que de virgen pocón pocón tenía aquella muchachita arrecha que se habia dejado seducir a 25 mil pies de altura”.
El material que Arturo ofrece es tan escaso que, en el colmo del descaro, lo invité a recordar si, entre sus amigas, tenía alguna que le hubiera contado algún episodio de sexo furtivo con un desconocido. Por fortuna en ese disco hay megas con, valga el cliché, “adecuada perspectiva de género”. Se trata de una amiga, que trabaja en turismo como guía bilingüe. El relato, como el polvo, surgió espontáneamente por iniciativa de ella, mientras tomaban un café.
- Oiga, se acuerda de lo que me dijo que soy una sicorrígida? Pues le cuento que ayer tenía que llevar un turista a Guatavita. Lo recogí en el hotel y en la mitad de la carretera, paré el carro, bajamos, lo metí al pastizal y me lo comí … No se haga el aterrado. Lo que pasa es que yo no le cuento todo lo que usted quiere que le cuente porque usted es un depravado y solo piensa en eso.
- Entonces por qué lo hizo? para demostrar que no es sicorrigida?
- No sea bobo. Porque me dio la gana comérmelo. Porque estaba arrecha. Fue después de almuerzo. Y a mi después de almorzar me entra una rechera tenaz. Estaba el tipo y ya. Y mejor asi, sin conocerlo ni nada. Así no hay que fingir nada de nada y listo.
- Y su marido?
- Pero usted sí que es ingenuo. Mi marido es mi marido y tiene lo que tiene. Además yo no vivo pensando en lo que haga él o no. Eso es cosa de él . Mi vida es mi vida.
- Y el man? el turista?
¿Por qué -si basta con pedirlo en cualquier centro comercial, en cualquier restaurante, en cualquier avión, en cualquier potrero- sigue siendo tan poco común que las mujeres lo hagan con desconocidos? Esta inquietud tan simple pero aún sin respuesta es para mí de vieja data. Recuerdo el lamento de un amigo en una de esas noches de viernes angustiosas y desérticas del final del bachillerato. “Realmente no entiendo por qué las viejas no lo dan fácil, y a cualquiera. Es más, si yo fuera vieja, sería puta. Imagínese la dicha. Tirar a toda hora y que, encima, a uno le paguen”.
¿Habrá que creerle a quienes hablan de la mujer instintivamente más recatada y selectiva que los depravados machos que sólo piensan en eso? Se entiende bien que los cambios en la legislación o la cultura han reducido la pasividad y la cautela de las mujeres. Y lo pueden seguir haciendo, hay mucho margen. Todos apreciaríamos, por ejemplo, que en España se prohibiese por real decreto el nombre Inmaculada, que se camufla a veces con un Inma y no debe confundirse con Inmamable. Seguro que el apelativo afecta la líbido de quienes lo sufren desde la pila.
Sobre la brecha entre hombres y mujeres en la incidencia del sexo con desconocidos (32% contra 9%), el experimentado Arturo opina que “yo creo que las viejas no son tan honestas con el tema. Si 32 de cada cien tipos aseveran eso, ¿de donde sacan esas 32 viejas?”. Una respuesta tentativa sería que esas 9 que lo hacen son reincidentes y se comen, ellas solas, esos 32 extraños. O sea que una cazadora, con escasa competencia, obtiene más de tres presas. Sería absurdo suponer que la ejecutiva cartagenera o la chica del vestier o la guía turística se contentaron con la faena relatada.
Una reflexión final de Arturo tiene poco que ver con los polvos anónimos. Aborda el tema del sexo con re-conocidos, que merece capítulo especial. “Lo que me aterra es la facilidad con que las viejas tiran con ex-novios, especialmente después de los 45. No tengo estadísticas pero sí una larga coleccion de confesiones”.