martes, 29 de marzo de 2011

Infidelidades duraderas

Como si hubiera recibido un visto bueno de Helen Fisher, Juliana, casada con caleño, con tres hijos universitarios, mantuvo por varios años un affaire con Ricardo, un ex novio arquitecto bogotano. Radicada en Houston desde los noventa, la logística del romance la facilitó la iniciación de un proyecto de construcción cerca de allí. Ricardo vive en los suburbios de Boston. Está casado con Margarita, una hippie que la edad tornó histérica y dominante. Bastante mayor que él, cuando lo conoció en Bogotá ya se había deshecho de la incómoda telita y además contaba con un valioso papel, la visa USA. Ricardo, algo mujeriego, ni corto ni perezoso  se fue a viajar con ella en auto stop por Canadá. Dejó plantada a Juliana y jamás volvió a acercarse al pasaje de la sesenta en Chapinero.

La posibilidad de flirtear otra vez con su ex novia cayó por casualidad, al recordar la patria con unos amigos mutuos. Apuntó el precioso número telefónico, empezó a cranear la reconquista y, piensa uno, la venganza del novio a quien no se lo dieron.  En su oficina movió los hilos necesarios para que lo vincularan al proyecto que se iniciaría en Houston y, muy aplicado, empezó a seducir telefónicamente a Juliana. Endulzar ese oído le tomó muchos meses.

Luego de un par de citas rápidas en el aeropuerto, se empezaron a ver en un hotel dos o tres días al mes, mientras duró la obra. Al final, ninguno de los dos tuvo el berrinche suficiente para irse de casa y pedirle al otro que continuaran juntos esos viajes a la estratosfera.  Juliana asegura que Fernando, su marido, nunca se enteró de nada. Y no está dispuesta a oir ningún argumento a favor de contarle.  Se niega a aceptar que el incidente en el que, en un asado, Fernando empujó a la piscina a un señor que la estaba mirando insistentemente tenga algo que ver con un arranque de celos acumulados.  No quiere separarse, qué camello lo de los hijos, el Thanksgiving y las navidades, pero guarda maravillosos recuerdos de ese romance. Ocasionalmente, comparte inquietudes con Aleida. “Una vez sentí que estaba haciendo con Fernando algo que era de Ricardo y mío nada más. Que no lo podía compartir y en cierta medida me sentía que le estaba siendo infiel”.

Por la misma razón, una obra lejos del sitio de residencia, en un escenario menos húmedo que Houston, el maestro Becerra bajó todos los lunes durante cuatro años a Machetá, en el Valle de Tenza, para trabajar como albañil, carpintero y pintor en la construcción de una finca hecha con materiales de demolición. Le colaboraban tan sólo dos ayudantes de la vereda. Volvía a Bogotá los viernes por la noche, y durante la semana tenía un arreglo de hospedaje con alimentación en la casa de César, uno de los futuros oficiales. Ruby, la esposa de César, era quien hacía las arepas, el caldo y el café por la mañana. A la vieja usanza bogotana, llegaba al mediodía a la obra con el almuerzo en portacomidas para el maestro y los dos ayudantes. Como pasa con la sociedad conyugal, nadie supo de la existencia del romance de Ruby con el foráneo hasta su liquidación. Victoria, la esposa de Becerra, lo cortó estrepitosamente bajando de sorpresa a Machetá, enfrentando a su rival y consiguiéndole otro alojamiento a su marido. Como si nada, Becerra siguió trabajando por un par de años con César. Ruby no volvió por la obra.
Guillermo fue el segundo novio de Sonia, pues el primero viajó a Francia a hacer un doctorado y por allá se quedó más de una década. Alumno del cerebro fugado, le había arrastrado el ala a Sonia camuflado de amigo por dos años largos. Cuando quedó claro que ningún programa de retorno de profesionales, ni ninguna visita a Lyon, serviría para concretar al emigrante, subieron las acciones de Guillermo y fue ascendido a novio oficial. Se casaron pronto y aunque casi no llega el varoncito, completaron su trío. Administrador de empresas consagrado, con dos especializaciones, profesor de cátedra, trabajador, Guillermo siempre tuvo buenos puestos, sin llegar al nivel de ejecutivo estrella. Montó además, con un compañero de universidad, un negocio de comida que sobrevivió varias crisis. Discreto, introvertido, callado, casi huraño, nadie que hablara con él hubiera podido afirmar que era una persona excesivamente ambiciosa. Sus balances financieros, sin embargo, sugerían lo contrario. A pesar de sus buenos ingresos y de sus pocos caprichos, vivía siempre endeudado. Los créditos que pedía eran casi siempre para cancelar intereses de obligaciones anteriores.

Sonia vivía sin saber cuales serían las culebras de cada fin de mes. Esa permanente angustia tal vez explica por qué nunca sospechó nada. Y es que ni siquiera Guillermo lo vio venir. Como los intereses a lo largo de su vida, una hábil y paciente prestamista lo devoraría poco a poco. En retrospectiva, atando cabo sueltos –un extraño carro de la empresa, picos de trabajo inusuales, cambio de puesto repentino, colillas de tiquete de avión de una pasajera- Sonia se da cuenta de que el affaire duró varios años. Sólo en el momento de la separación de bienes ella se enteró de que la amante de su marido era también su principal acreedora.  

Las tres historias anteriores ilustran lo arriesgada que sería cualquier conclusión general en el terreno de los cuernos. Tal vez lo único que comparten es que los acontecimientos se precipitaron por factores ajenos a los enamorados clandestinos. Finalizó la obra cerca de Juliana, Victoria llamó al orden a Becerra y Sonia echó de la casa a Guillermo.
En materia de cuernos en Colombia, con autoridad intelectual confusa, parece haberse impuesto la idea de que no vale la pena profundizar, ni hacerse preguntas, ni analizar opciones y estrategias para los siempre complejos casos concretos. El discurso más machacado sobre el matrimonio es tan burdo como inservible. Hay un versión dramática del escenario, que parecería ser un aporte de Celia Cruz.

"El duerme la mañana y tu trabajas 
Y luego por la noche se te escapa 
Te exige que tu le laves
 Que lo vistas y lo calces
Y si acaso tu protestas 
Se indigna y quiere pegarte". 

En tal caso, azúcar!, la solución es obvia, y también la canta  Celia.

"Que le den candela
Que le den castigo
Que lo cuelguen de una cometa
Y que luego corten el hilo". 

Desde la orilla opuesta, flotan frases tipo Zsa Zsa Gabor: “la infidelidad es chévere”, “ningún hombre vale la pena”, “la separación te libera”. Pero para la mujeres corrientes, como Juliana, Victoria o Sonia, y tantas otras de carne y hueso -no de revista, canción de salsa o informe de ONG- el debate es bien precario. Y cuando el marido que aún quieren se va con otra, se quedan solas y despistadas, asesoradas si acaso por algún clérigo. Íngrimas enfrentan el duro dilema de si vale la pena luchar para salvar una relación con hijos o dejarla hundir. Ni siquiera cuentan con unos datos para saber lo que hicieron otras compatriotas en su situación. Eso sí, se enteran que en Inglaterra el tedio es más pertinente que la infidelidad en los divorcios.

Suena paradójico, pero de estas tres mujeres, la que sigue más despistada sobre la decisión que tomó es la supuestamente más audaz y emancipada. Hasta cuando murió Becerra, Victoria estuvo segura de que hizo lo que tocaba, salvar su matrimonio. Sonia, por su lado, con enormes costos, no se arrepiente ni un minuto de haber reiniciado la vida a su manera. Juliana siente que no había caso pero, ocasionalmente, la atormenta la duda de haber dejado pasar el tren hacia Nirvana. Da curiosidad saber qué les hubieran recomendado a estas mujeres reales esas otras que tienen todo tan claro y saben tanto sobre todas.