Por Mauricio Rubio
Manuel y Germán estudiaron juntos medicina. Ambos fueron alumnos brillantes. Los intereses intelectuales de Germán superaban ampliamente su pensum académico. Músico serio, actor y autor de teatro, historiador aficionado, polemista versátil y frentero, hubiera podido dedicarse con éxito a casi cualquier profesión. Sin ser mujeriego ni físicamente atractivo era un apasionado por el género femenino. En el primer año de universidad tuvo un arrebato con una mujer casada de su edificio. Estuvo a punto de escaparse con ella, no sin antes contarle al marido que lo iba a hacer. Superado ese affaire se ennovió con Mª Lucía, de su mismo colegio pero menor que él. Todo lo que se sabe apunta a que ella nunca se lo dió.
Manuel era coqueto y picaflor pero inofensivo. Rara vez pasaba del medio campo al área de candela. Poeta costumbrista, mamagallista serio, tenía un don natural para desmenuzar la dinámica y las cuitas de las parejas. Bien hubiera podido especializarse en sexología, o como mínimo en romancelogía. Informalmente, sus aptitudes le sirvieron para ser un curtido celestino. Jugando con fuego, se mantenía fiel flirteando para terceros.
Una noche que hacían turno en hospitales distintos, Manuel convenció a una enfermera que llamara a Germán para invitarlo a salir. La banderilla fue eficaz pero la joven no se le midió a concluir la faena. Recurrió entonces a una atractiva colega paisa para continuar el cruce. Una semana después del telefonazo, diciéndole que le presentaría por fin a la misteriosa dama que ya no aguantaba sin conocerlo, Manuel se fue con ella y un par de amigos a recoger a Germán en el Hospital San José. Llegaron poco antes de que acabara su turno, al filo de la medianoche. La paisa, con chaqueta de cuero, jugaría el papel de seductora. Se encaramó en lo más parecido a una Harley Davidson que encontraron en el parqueadero. Mientras operaba una apendicitis, Germán imaginó que esa madrugada el amor lo esperaba en cualquier lugar, desde Coconito hasta Villa de Leyva. Al ver semejante mujer en ese potro de acero, sintió que la Avenida Caracas nocturna sería su Daytona hacia el séptimo cielo.
Se entusiasmó tanto que, sin quitarse la ropa de cirugía, se abalanzó sobre la paisa. La improvisada Barbarella empezó a correr despavorida. Germán la persiguió por los corredores del hospital hasta que ella pudo refugiarse en el carro de los amigos pidiendo auxilio. A la mañana siguiente, Mª Lucía ya estaba al tanto de lo ocurrido. Germán había cerrado su confesión afirmando que “lo peor de todo, es que me tragué de esa vieja”.
Depurado de detalles histriónicos el incidente del San José, que ocurrió a finales de los setenta, se puede resumir en una corta frase. Germán no aguantaba más las ganas. No fue la escena clásica de infidelidad de un experimentado seductor. Se trató más de la pataleta torpe de un macho impulsivo y desesperado que, encima, tuvo que adornarla con traga repentina al rendirle cuentas a su novia.
El matrimonio de Germán, no con Mª Lucía sino con otra joven que no tuvo reparos en dárselo sin formalidades, ha durado décadas. Ha sido excelente padre e intachable esposo. La fidelidad ha sido a toda prueba, si no de balas, sí de turnos nocturnos en hospitales.
Es imposible tener una idea, siquiera aproximada, de la frecuencia con que las mujeres colombianas tienen que lidiar toros jóvenes como Germán en sus salidas nocturnas. Es probable que, hoy en día, un asunto similar en el parking lot de un hospital, por ejemplo en Boston, quede plasmado en las estadísticas de date rape, cuya definición incluye los intentos. Por nuestros lares, ni la Policía, ni Medicina Legal, ni las encuestas, ni las feministas se muestran interesadas en estas faenas menores. Los intelectuales serios nos dan lecciones de tauromaquia. Hablan de matadores, no de becerradas.
Sin la posibilidad de explicar cifras nacionales o distritales, sí hay que tratar de entender por qué terminó tan mal esa cita a ciegas en un parqueadero.
Rápido se puede despachar lo evidente, o sea la reacción de la paisa. Se podría ser incisivo y decir que como Antioquia ha sido una sociedad machista y represiva, ha inculcado en las jóvenes pánico con el sexo precipitado. Pero es fácil argüir que el lugar de origen de la dama tuvo poco que ver con su afán de escaparse. Casi cualquier mujer en cualquier lugar de cualquier época hubiera hecho lo mismo. En este caso, proponer que fue una reacción totalmente instintiva no debería despertar susceptibilidades.
El desafío se centra entonces en tratar de entender por qué diablos Germán actuó de esa manera. El argumento con más kilometraje en Colombia, el de la pobreza, aquí puede descartarse. Si la escena hubiese sido en la comuna 13 o en Ciudad Bolívar o en Siloé, sería imposible rebatir esa interpretación profunda que tiene siempre a mano la intelectualidad criolla. Se diría que Germán no tenía futuro y cualquier cosa que hiciera –pelear en pandilla, fumar marihuana, volarse de la casa, capar clase, pintar graffitis o agredir mujeres- era, en el fondo, secuela de su marginación social y económica.
El asunto de la educación, o el ejemplo familiar, segundo argumento prefabricado, tampoco funciona con Germán, culto e instruído como pocos en su generación. Nadie que hubiera conocido a sus padres -respetuosos de la ley, de las normas y de la urbanidad, correctos hasta con la DIAN, ajenos a Sanandresito- podría sugerir que en esa familia se colaron pautas ligeras de conducta, o se creó un ambiente permisivo y favorable para los desplantes con las damas. La cuestión religiosa, otro comodín usual, tampoco ofrece muchas luces. Sería imprudente afirmar que Germán se abalanzó sobre la mujer de la moto porque recibió una formación religiosa tradicional. Lo sensato sería señalar que lo hizo a pesar de todos los sermones que pregonaban no desear a la mujer del vecino ni meterse con brujas en moto.
A lo que definitivamente contribuyó la educación patriarcal fue a que el asunto no pasara a mayores, que los amigos no se volvieran cómplices y que Germán entendiera que no había caso. A pesar del susto, la paisa no terminó raptada como una sabina.
Una persona cercana a Germán por aquella época, tiene una explicación elaborada. “A pesar de que no era un hembro, sus condiciones intelectuales y su peculiar sentido del humor lo volvían un hombre tan atractivo y deseado como envidiado y odiado. Que su novia lo mantuviera en salmuera habría sido el detonante inaguantable –en materia de hormonas y autoestima- que lo hizo explotar". Para desgracia suya, el período en que persiguió jadeante a la dama de la moto era uno de dolorosa transición. Ya casi no se usaba ir de putas pero todavía eran escasas las novias que lo daban.
Una persona cercana a Germán por aquella época, tiene una explicación elaborada. “A pesar de que no era un hembro, sus condiciones intelectuales y su peculiar sentido del humor lo volvían un hombre tan atractivo y deseado como envidiado y odiado. Que su novia lo mantuviera en salmuera habría sido el detonante inaguantable –en materia de hormonas y autoestima- que lo hizo explotar". Para desgracia suya, el período en que persiguió jadeante a la dama de la moto era uno de dolorosa transición. Ya casi no se usaba ir de putas pero todavía eran escasas las novias que lo daban.
Haciéndole magro honor al patrón del Hospital, un corolario tentativo de este incidente en el San José es que algunos hombres jóvenes mal tirados, por muy bien educados que sean, pueden perder los estribos. Esto no se plantea como justificación o excusa, sino como mera observación. Similar a la que podría hacer un comandante de cualquier cuartel, o un capitán de cualquier barco. Es una realidad que algún día tendrán que aceptar las autoridades de los municipios o los barrios de los que se van las jóvenes casamenteras –para algún cultivo o una maquila- dejando tras de sí una manada de toros jóvenes que, como Germán, simplemente no pueden tirar, aunque se mueran de ganas. Y que, tal como vamos, en el futuro serán perseguidos por la fiscalía cuando se atrevan a acercarse a algún burdel cercano. La esencia de los varones se ha podido civilizar, pero algunos rasgos son más tercos que los de los novillos, que en últimas admiten cruces y manipulaciones genéticas.